En cama, por la noche, leo Walden, seguido de Del deber de la desobediencia civil, de Henry David Thoreau. La cosa me debe de venir de algún trauma infantil producido por culpa de la familia Ingalls. El libro tiene un prólogo escrito por Henry Miller, que dice cosas así:
«Todos los que se preguntan, ingenuamente, cómo vivirán sin venderse a ningún dueño; más aún, se preguntan, una vez hecho esto, cómo encontrar el tiempo para llevar a cabo sus vocaciones. Ya no piensan en ir a cualquier desierto o lugar salvaje, en ganarse la vida cultivando la tierra o trabajando a salto de mata, en vivir con lo mínimo indispensable. Se quedan en las ciudades, en las metrópolis, revoloteando de una casa a otra, inquietos, miserables, frustrados, buscando en vano el encontrar una salida. Deberíamos decirles en seguida que la sociedad, tal como está constituida, no presenta salidas, que la solución está en sus manos y usándolas podrán obtenerla. Tenemos que abrirnos camino con el hacha. La verdadera jungla no está fuera, quién sabe dónde, sino en la ciudad, en la metrópoli, en aquella compleja telaraña en que hemos transformado la vida, y que sólo sirve para limitar, estorbar o inhibir los espíritus libres.»
Por la mañana, mientras desayunaba, encontré Ghost Towns, fotografías de pueblos abandonados de Norteamérica.