Estoy disfrutando leyendo un libro, Roland Barthes por Roland Barthes, en el que Roland Barthes trata de explicarse a sí mismo a través de pequeñas anotaciones escritas en tercera persona.
Es increíble la capacidad de distracción de un hombre a quien su trabajo aburre, intimida o estorba: cuando estoy en el campo y trabajo, las distracciones que me suscito cada cinco minutos son las siguientes: vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir a mear, comprobar si el agua del grifo sigue saliendo turbia (hoy han cortado el agua), ir a la farmacia, bajar al jardín a ver cuántos melocotones maduros hay en el árbol, hojear el periódico, construir un artefacto para sostener mis papeles, etc.
Me gusta este párrafo, que titula Empleo del tiempo:
“En las vacaciones, me levanto a las siete, bajo, abro la casa, me preparo un té, desmigajo pan para los pájaros que esperan en el jardín, me lavo, quito el polvo de mi mesa de trabajo, vacío los ceniceros, corto una rosa, escucho las noticias de las siete y media. A las ocho, mi madre baja a su vez; desayuno con ella dos huevos pasados por agua, una rebanada de pan tostado y café negro sin azúcar; a las ocho y cuarto voy al pueblo a buscar el periódico, el Sud-Ouest; digo a la señora C.: el día está bonito, el día está gris, etc.; y luego comienzo a trabajar. A las nueve pasa el cartero (el tiempo está pesado hoy, qué día tan bonito, etc.), y un poco más tarde, en su camioneta llena de panes, la hija de la panadera (ella ha estudiado, así que no es el caso de hablar del tiempo); a las diez y media en punto, me hago un café negro y fumo mi primer cigarro del día. A la una almorzamos; duermo la siesta de una y media a dos y media. Llega entonces el momento en que estoy flotando: tengo muy pocas ganas de trabajar; a veces, pinto un poco, o voy a comprar aspirinas a la farmacia, o quemo papeles en el fondo del jardín, o me hago un pupitre, un fichero, un clasificador de papeles; llegan así las cuatro de la tarde y de nuevo me pongo a trabajar; a las cinco y cuarto tomo el té; hacia las siete dejo de trabajar; riego el jardín (si el tiempo está bueno) y toco el piano. Después de la cena veo la televisión: si esa noche está demasiado tonta, regreso a mi mesa de trabajo, escucho música elaborando fichas. Me acuesto a las diez y leo, uno tras otro, dos libros: por una parte una obra de lengua marcadamente literaria (Las confesiones de Lamartine, el Diario de los Goncourt, etc.), por otra, una novela policiaca (más bien vieja), o una novela inglesa (pasada de moda), o algo de Zola.”픿Ω Nada de esto tiene ningún interés. Aún más: no sólo uno marca su pertenencia a una clase, sino que además hace de esa marca una confesión literaria cuya futilidad ya no es percibida: uno se constituye fantasmáticamente como “escritor”, o, peor aún, uno se constituye.