Siempre pienso que no he aprendido nada importante desde los ocho años; casi todo lo que sé ahora lo aprendí a esa edad, lo demás lo he ido olvidando. A esa edad mis padres me compraron una enciclopedia ilustrada en seis volumenes que tenía el humilde título de Lo sé todo.
Era una edición argentina de un título italiano, Vita Meravigliosa. Lo sé todo se dividía en articulos llenos de ilustraciónes que trataban casi cualquier tema y que estaban organizados sin orden aparente: de los lapones se pasaba a la vida de Jack London, de cómo se construye un trasatlántico a la historia de Trieste, la ciudad disputada.
Me pasaba mucho rato leyendo el Lo sé todo, ahora sé que no era el único. Escogía cada volumen con cuidado, miraba las ilustraciónes y memorizaba sin darme cuenta sus pies: «Jesús», gritó Juana, ya envuelta en llamas. Después inclinó la cabeza y murió. Su alma intrépida y purísima subió a la Gloria de los Cielos.
Lo que tengo claro es que Lo sé todo es el responsable de muchas de mis irracionales simpatías —Marco Polo, Juana de Arco, Troya, el Imperio español, Bizancio; en general, todos los que pierden— y fobias —Lutero, los hugonotes, Henry Ford, etc.