Acabo de terminar de leer Koba el Temible, el polémico libro de Martin Amis sobre Stalin. Es un libro extraño, no es un ensayo, tampoco una novela, aunque en España lo ha editado Anagrama en su colección Panorama de Narrativas; a lo que más se parece es a un weblog o a apuntes de clase.
Amis escribe un cursillo sobre Iósif el Terrible (una parodia del Breve Curso de Stalin sobre la revolución rusa), quizás demasiado esquemático y plano para ser profundo; aunque la intención no oculta de Amis es acusar a los intelectuales occidentales de tolerancia hacia el comunismo (extrañamente, nada dice de Winston Churchill y del terrible pacto anglo-soviético por el que se repartieron Europa; a veces, los anglosajones tienen mala memoria) y, a la vez, rehabilitar la memoria de su padre, Kingsley Amis, que fue comunista durante quince años, antes de convertirse en feroz anticomunista. Como libro de memorias funciona bien, me parece que Amis es mejor novelista que ensayista; y como libro de propaganda contra la utopía es formidable —¿como puede el lector resistirse a ese torrente de abrumadoras estadísticas, de citas inverificables, de teorías de segunda mano, de anécdotas atroces?—. Mientras lo leía me vino más de una vez a la cabeza la comparación con Michael Moore, sobre todo con esa tramposa artimaña de extraer conclusiones de anécdotas recordables que salpican sabiamente el texto. Un ejemplo: ¿realmente, qué demuestra que el enterrador de los Romanov dijera que ya podía dormir en paz porque le había dado a la emperatriz un pellizco en el culo? Pero si lo que Amis pretendió es escribir un ensayo político, su análisis de la ideología comunista a partir del gulag es demasiado simple y poco imaginativo; Amis parece no entender la diferencia entre Hitler y Stalin, entre el pequeño bigote y el gran bigote, entre los lager alemanes y los gulag soviéticos. Primo Levi la explica excepcionalmente bien en Si esto es un hombre:
«La diferencia principal consiste en la finalidad. Los lager alemanes constituyen algo único en la no obstante sangrienta historia de la humanidad; al viejo fin de eliminar o aterrorizar al adversario político, unían un fin moderno y monstruoso, el de borrar del mundo pueblos y culturas enteros. Los campos soviéticos no eran, desde luego, sitios en los que la estancia sea agradable, pero no se buscaba expresamente en ellos, ni siquiera en los más oscuros años del estalinismo, la muerte de los prisioneros; ésta era un subproducto debido al hambre, al frío, las infecciones, el cansancio. En los lager alemanes se entraba para no salir: ningún otro fin estaba previsto más que la muerte. En cambio, en los campos soviéticos siempre existió un término: en la época de Stalin los “culpables” eran condenados a veces a penas larguísimas (incluso a quince o veinte años) con espantosa liviandaz, pero subsistía una esperanza de libertad, por leve que fuera.»
Gracias a esta pequeña diferencia, Solzhenitsyn pudo, después de salir del campo, trabajar como maestro de escuela en Kazajstán , algo claramente impensable para un judío de Auschwitz, de Mauthausen, de Birkenau. Los campos soviéticos son una manifestación deplorable de ilegalidad y deshumanización; pero yo creo que nada tienen que ver con el socialismo, sino al contrario. La URSS es una reencarnación del extremismo intelectual ruso, como dice Nikolai Berdyaev; a su parecer, el régimen de Lenin y Stalin reforzó las tradiciones de represión política y de intolerancia ideológica de una sociedad pasiva y llena de resentimiento… Quien lea Memorias de la casa de los muertos, escrito por Dostoievski en 1862, no tendrá dificultad en reconocer los mismos rasgos carcelarios descritos por Solzhenitsyn cien años después. También me parece razonable pensar, como cree Nikolai Ustryakov, que la política de los líderes comunistas tenía más que ver con los intereses de Rusia como gran potencia imperial que con la ideología marxista que presumían defender. Como siempre, y desgraciadamente, las cosas son más complejas de lo que nos gustaría.